La Eucaristía, desde la perspectiva de un niño

Virgil Gheorghiu

 

Después de cada comunión, me sentía no solamente hijo de Dios, sino también hermano de sangre con todos los cristianos del mundo entero.

 

 

Al comulgar, como dice San Juan Damasceno, recibimos como unos carbones divinos encendidos, “para que el fuego del anhelo, unido en nosotros con la incandescencia de los carbones, termine quemando nuestros pecados, sosiegue nuestra alma y para que, comulgando del fuego divino, seamos purificados y deificados”.

La Eucaristía —esos carbones encendidos— la recibimos de pie, con los brazos en cruz sobre el pecho, ante las Puertas Reales del altar, que representan las puertas del Paraíso. Cuando, siendo niño, comulgaba, me parecía oír la voz de Cristo diciéndome: “Yo alimento a los Míos… Yo mismo me ofrezco como alimento para todos… Quise ser también hermano vuestro, y tener un cuerpo y una sangre como los vuestros. Por eso, hoy os ofrezco el cuerpo y la sangre que me hicieron uno de vosotros”.

Después de comulgar, me sentía no sólo limpio de mis pecados, sino también deificado, porque tenía en mi cuerpo la misma sangre que Dios. Era un hijo de Dios por medio de esa sangre. Tenía a Dios en mí mismo. Era como un “teóforo”, un portador de Dios. Entendía que, cuando se termina la Divina Liturgia, los fieles salen transfigurados, hermosos, como los actores bajo la luz de los focos. El Dios que portan en su interior, en sus cuerpos, es el mismo que les ilumina. Después de cada comunión, me sentía no solamente hijo de Dios, sino también hermano de sangre con todos los cristianos del mundo entero. Era un hermano de sangre con todos los cristianos que han existido, con los que existen y con los que existirán mañana, porque todos tuvieron, tienen y tendrán en sus venas la misma sangre divina que yo ahora tengo en mi cuerpo. Esta hermandad humana y cósmica es la plenitud cristiana. Todos se reúnen en la misma Liturgia cósmica y el universo entero se hace uno. Yo era parte de Dios y Dios era parte de mí. Y es que, en ese momento, vivimos en la eternidad. Porque la eternidad empieza aquí, en la tierra. Cuando estamos en la Iglesia, estamos ya en el cielo. Estamos, de hecho, en la eternidad.

 

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