Dime cómo moriste y te diré cómo viviste

¿Sabes cuán grande es el milagro que podría ocurrirte? ¡Tanto como tu fe! Dime cómo moriste, y te diré cómo viviste”.

 

Soy un profesor jubilado. Voy a relatar lo que sucedió con mi padre, quien, después de dieciocho meses de hospitalización por un cáncer de hígado, llegó al estado de muerte clínica. Fue entonces cuando nos llamaron del hospital para llevárnoslo de vuelta a casa, porque ya nada se podía hacer por él.

En poco tiempo nos reunimos todos en aquella habitación del hospital. Era una atmósfera muy triste, de dolor y llanto. En un momento dado, mi abuelo (el papá de mi madre) entró. En una de sus manos traía un trozo de algodón santificado por las reliquias de Santa Parascheva. Con toda naturalidad se acercó a mi padre, le acarició la frente y le introdujo aquel pedacito de algodón en el bolsillo de la pijama, diciéndole en voz alta que no se preocupara, que se repondría y que le esperaba el ocho de septiempre para celebrar el cumpleaños de mi abuela. Después se me acercó y me reprendió por haber gastado tanto dinero en medicamentos, olvidando el auxilio de Santa Parascheva, que “te saca de entre los muertos”, según sus palabras. Luego nos miró a todos y nos señaló con el índice, como amonestándonos, sin emitir palabra alguna. Después nos repitió su invitación para el cumpleaños de mi abuela y se excusó porque tenía que irse, de lo contrario perdería su tren. Cuando la puerta se cerró detrás siyo, todos nos quedamos comentando lo que acababa de decir nuestro anciano abuelo, amirados por su fe.

De repente, sucedió algo que nos sacó de nuestras meditaciones y comentarios. Una débil voz dijo: “Tengo sed…”. Era mi padre. Sin inmutarse, el médico pidió que le sirviéramos un vaso de agua: “Puede que sea su último deseo… ahora déjenme terminar de completar los papeles de externamiento” y volvió a sumirse en lo que estaba haciendo.

Sabíamos que el último mes había sido atroz. Poco a poco nos habíamos acostumbrado al creciente mal olor que exhalaba aquel cuerpo enfermo y al aspecto de aquel rostro como de cadáver, como de pergamino. Por eso, alguien se le acercó e inmediatamente le dio de beber. Pero después pidió también algo de comer y dijo que quería salir al aire. Cuando, maravillados, lo levantamos y lo llevábamos a la puerta, el médico, que había terminado de completar sus papeles, asustado, nos preguntó: “¿Pero qué le hicieron? ¿Qué comió? ¿Qué tomó? ¿Qué le dieron a este hombre…?”.

Después de explicarle lo que había hecho mi abuelo con aquel pedacito de algodón santificado, el médico constató que se trataba de “un milagro divino”, en sus propias palabras, y propuso nuevos exámenes. En los días que siguieron, mi padre fue examinado por médicos de cuatro ciudades diferentes… y todos confirmaron que se trataba de una curación milagrosa. La última vez, mi padre volvió del hospital con un frasquito de timol, cual si fuera un niño de pocos años… ¡y vivió otros veintidós! Puedo decir que murió en paz, después de haberse confesado y comulgado, rodeado de todos sus seres queridos.

Para terminar, quiero recordar las palabras del padre Cleopa Ilie: “¿Sabes cuán grande es el milagro que podría ocurrirte? ¡Tanto como tu fe! Dime cómo moriste, y te diré cómo viviste”. Aún recuerdo, lleno de admiración, la enorme fe en el poder y el amor de Dios y Sus santos, que demostró mi abuelo en aquellos momentos de congoja.

Elena Eugenia

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