29 formas de dar testimonio de Dios en nuestra vida cotidiana

Es infinito el número de maneras en que le podemos demostrar a Cristo nuestro amor, confianza y devoción.

 

 

1. Glorificamos a Cristo, en primer lugar, cumpliendo con lo dictado por Él mismo: dando de comer a los hambrientos, dando de beber a los sedientos, acogiendo a los forasteros, vistiendo a los desnudos, auxiliando a los enfermos y visitando a los reclusos;

2. Creyendo, con convicción, que Él es el Camino, la Verdad y la Vida;

3. Ayunando, orando, velando, ayudando a los demás, refrenándonos;

4. Perdonando a quienes nos ofenden, alejando de nosotros el recuerdo del mal sufrido, amando a nuestro semejante (y no solamente amándole, sino permitiéndole ser tal cual es, sin pretender que cambie), bendiciendo (o al menos rechazando maldecir) a nuestros enemigos;

5. Mostrándonos indulgentes y humildes de corazón, siendo pacificadores, evitando las disputas y la vanidad, manteniendo pura nuestra mente;

6. Haciendo el bien en secreto, enfadándonos lo menos posible y evitando que el ocaso nos encuentre indispuestos; estando siempre dispuestos a perdonar y a ceder, evitando ponerle demasiada atención a las cosas del mundo y a nuestro propio cuerpo. Haciéndonos mudos y sordos cuando alguien nos insulta, atajando la tentación de justificarnos cuando sentimos que tenemos la razón, rechazando juzgar a los demás (difícil, pero dignísima virtud);

7. Rechazando el miedo, considerándolo un pecado mortal y una terrible calamidad, dando siempre ejemplo de valor y coraje;

8. Acogiendo a los extraños, ayudando a los débiles, recibiendo con alegría a los servidores del Señor, evitando pedir (con una falsa piedad y astuta inteligencia) señales y milagros, rechazando tentar al Señor con peticiones ridículas, necias o atrevidas;

9. No siendo formalistas y superficiales, deteniéndonos en nimiedades, anteponiendo la letra sobre la ley. Al contrario, viendo las cosas, cada vez, con espíritu abierto y tolerante, saliendo de nosotros mismos, viéndonos, juzgándonos y apreciándonos desde afuera, tal como nos podría ver, en cualquier momento, un tercero;

10. Rechazando ser esclavos de las pasiones (para que los demonios no se burlen de nosotros), y también de los textos;

11. No dejando que el deseo de tener riquezas (porque la argirofilia puede nacer también en el pobre) nos domine, eludiendo poner toda nuestra confianza en las cosas de este mundo, haciéndonos de la ley de la relatividad, el principio de incertidumbre y la doctrina de inestabilidad de las cosas terrenales el triple fundamento de un reflejo instintivo, cuando quieran someternos con su resplandor;

12. Rechazando la envidia, desviando la mirada de lo que hacen nuestros semejantes, soslayando los errores y caídas humanas, enfocándonos principalmente en las nuestras;

13. Rechazando pronunciar el nombre de Dios en vano, haciendo que nuestros talentos fructifiquen, por ínfimos que nos parezcan;

14. No permitiendo que las aflicciones, la persecución, las preocupaciones del mundo, los engaños del dinero y los deseos sofoquen los brotes de la Palabra en nosotros;

15. Dejando que la inocencia de la infancia impregne nuestra alma y nos sane de la seca respetabilidad, siguiendo el ejemplo de Zaqueo, quien no dudó en encaramarse a un árbol para ver mejor a Jesús;

16. Velando, manteniéndonos despiertos, pero sin darle un gran valor a nuestra entereza, sabiendo que el espíritu es perseverante, pero el cuerpo débil, y que en cualquier instante podemos caer (¿acaso no clamaba Felipe Neri: “Señor, ten de tu mano a Felipe, que, si no, un día, como Judas, te traicionará”?)

17. Siendo modestos y agradecidos, amando al Señor con todo nuestro corazón, toda nuestra mente, toda nuestra alma y toda nuestra virtud;

18. Cuidándonos de las vacilaciones y forzándonos a ser constantes y decididos;

19. Siendo astutos como serpientes, no solamente mansos como palomas;

20. Creyendo firmemente en la Palabra de Jesús, guardándola, comiendo y bebiendo en su momento del purísimo Cuerpo y la carísima Sangre del Señor, remarcando lo felices que somos cuando nos hacemos merecedores de ello —porque nunca nadie habló como lo hace Jesús—, y por el hecho que nos podemos llamar amigos Suyos;

21. Aconsejando bien o realizando gestos de compasión para con nuestros semejantes, en los momentos menos significantes o menos esperados, sin forzarnos en parecer corteses; esbozando una sonrisa de generosidad para con los extraños, como cuando alguien nos lastima, sin querer, al caminar por la calle;

22. Descubriéndonos la cabeza al saludar, respondiendo con calma cuando algo se nos pregunta, como cuando alguien nos pide que le ayudemos a encontrar una dirección. Sí, son cosas pequeñas, profanas talvez, pero no triviales… en la categoría de esas que emanan abundante justicia y, en consecuencia, son agradables a Cristo;

23. También glorificamos al Señor invitando a nuestra mesa a los más desconsiderados. No solamente a los pobres, sino, en general, a esos que no gozan de la atención y la honra de los demás. Los olvidados y marginados. Con ellos, toda nuestra gentileza, cortesía y atención;

24. Dejando de pecar, convirtiéndonos en cristianos verdaderos, sin importar lo que fuimos antes de despertarnos, sin importar con cuántos —y terribles— pecados nos hayamos ensuciado anteriormente el alma;

25. Escribiendo, pintando o componiendo (quienes puedan hacerlo) obras maestras. Todas han sido y son creadas solamente en el estado de gratífico de los santos (San Justino: “Todo lo que los filósofos y legisladores pensaron y expresaron bellamente, lo hicieron gracias a las fracciones del Logos que había en ellos.”)

26. Besando a los leprosos; cualquiera de esos excluidos, oprimidos y acusados injustamente, de quienes los pudientes, los hacendados, los opulentos y los serviles se cuidan y a quienes evitan, es un leproso digno de ser besado;

27. Rechazando despreciar a quienes sufren o andan desorientados, orando de la forma en que sepamos hacerlo, aún sin conocer a la perfección el tipikón de oraciones (talvez ni siquiera sepamos el Padre nuestro, como en aquel relato de los tres ascetas que vivían solos en una isla, quienes, a pesar de que no sabían recitar ninguna oración, eran capaces de caminar sobre el agua);

28. No importándonos las circunstancias, acudiendo pronto al auxilio de los que sufren, de los que se han accidentado, de los infortunados;

29. Recordando siempre que en cada uno de nuestros semejantes mora el hálito de Dios, es decir, una partícula del espíritu divino, y comportándonos consecuentemente con los demás.

Que nadie se asuste. La anterior enumeración es sólo un ejemplo. Constantemente somos invitados a reconocernos y demostrarnos discípulos fervientes y firmes de Jesucristo. Todos tenemos la oportunidad —no sólo en ciertos y heroicos momentos— de dar testimonio de Él. Y puede que este testimonio diario, manifestado en contextos pequeños y modestos, no sea más sencillo que el otro, heroico, del cual no todos podemos participar. Es infinito el número de maneras en que le podemos demostrar a Cristo nuestro amor, confianza y devoción.

Todos alabamos y glorificamos a Cristo en la medida de nuestros propios dones, fuerzas y capacidades, de acuerdo a nuestro propio estilo, como diría (el poeta rumano) Lucian Blaga.

Traducido de: Adaptare după Nicolae Steihardt, cap. Felurimi din cartea „Dăruind vei dobândi” (Maria Burlă)

 

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