Pentecostés – Día de la Santísima Trinidad descenco del Espíritu Santo sobre los Apóstoles

 

Una de las tres principales celebraciones hebreas era la de Pentecostés, cuyo mismo nombre señala al hecho, de que se celebraba al quincuagésimo día después de la Pascua. En este día se recordaba como los hebreos, después de salir de Egipto, al pie del monte Sinaí, ingresaron en una alianza con Dios y recibieron de Él diez mandamientos escritos en dos tablas de piedra. La celebración del Pentecostés coincidía con la finalización de la cosecha, por eso era esperada con especial alegría. Para celebrar esta fiesta, peregrinos de distintos países del amplio imperio romano llegaban en esta época a Jerusalén. Su número a veces podía superar el millón de personas, y entre ellos había no sólo hebreos por sangre, sino también prosélitos, es decir paganos, que habían adoptado la religión judaica. Muchos de estos peregrinos habían olvidado, o nunca conocieron, el idioma hebreo, y sin embargo todos querían tomar parte en esta antigua y altamente venerada celebración.

En este día, ya desde muy temprano en la mañana los apóstoles junto con la Madre de Dios y otros discípulos, en un total de aproximadamente ciento veinte personas, se reunieron en la amplia habitación de Sion (el cenáculo). Para completar el lugar dejado por el traidor Judas, por indicación de Dios, ellos eligieron a Matías, quien desde ese momento entró en el número de los doce apóstoles. Esperaban todos la venida del Espíritu Consolador, Quien, según lo prometido por el Salvador, tenía que investirlos con fuerza desde lo alto, es decir concederles dones de Gracia. No sabiendo con exactitud como se expresaría el descenso del Espíritu Santo, ni cuando precisamente ello iba a suceder, ellos se preparaban para esto orando y leyendo la palabra de Dios.

Y es así, como cerca de las nueve de la mañana repentinamente se percibió un ruido intenso, como si fuera de un remolino de viento, que llenó la habitación, donde estaban los apóstoles. Elevando sus miradas, vieron sobre ellos algo semejante a lenguas de fuego, que descendían sobre la cabeza de cada uno de ellos. Estas misteriosas “lenguas” resplandecían con luz brillante, pero no quemaban. La propiedad más notable de estas “lenguas” eran aquellos cambios y sensaciones interiores, que producían en cada uno de aquellos, sobre los que descendían: la persona sentía claramente una gran afluencia de fuerzas espirituales, animación e indecible alegría. Él comenzaba a percibirse como fuera una nueva persona: purificada, pacificada, llena de vida y ardoroso amor a Dios. Habiendo recibido los abundantes dones del Espíritu Santo, los apóstoles comenzaron a expresar sus sentimientos de alegría con exclamaciones, y con fuerte voz glorificaban a Dios. Y he aquí que descubrieron, que hablaban no en su idioma natal — en hebreo, sino en otras lenguas, hasta entonces desconocidas por ellos.

Así se cumplió sobre ellos aquel bautismo con el Espíritu Santo y el fuego, para el que los había estado preparando el Señor Jesucristo.

Mientras tanto, el ruido, semejante a un viento turbulento, atrajo a muchos habitantes de Jerusalén a la casa de los apóstoles. Viendo la multitud que se congregaba, los apóstoles, con oraciones de alabanza y gloria a Dios en sus labios, ascendieron al techado de la casa. Oyendo esta efusión de himnos glorificantes, los reunidos alrededor de la casa se extrañaron y estaban confusos, viendo este hecho que era incomprensible para ellos: los discípulos de Jesucristo, gente por su aspecto galileos de origen sencillo e incultos, de quienes de ninguna manera se podía esperar el conocimiento de algún idioma, salvo el de su lengua natal, hablaban claramente en lenguas extranjeras, comprensibles para la diversa multitud llegada a Jerusalén desde muchos países. Sus palabras eran claras para todos, dichas en la lengua natal de estos peregrinos. Aun así, entre la multitud se encontraron cínicos, que no tuvieron vergüenza en tratar de ridiculizar a los inspirados predicadores, diciendo, que ellos, pues, en una hora tan temprana, ya tuvieron tiempo de embriagarse con vino aderezado.

Viendo la general perplejidad de los reunidos, el apóstol Pedro se adelantó, y pronunció su primer prédica, en el cual explicaba, que todos ellos habían sido testigos de la milagrosa venida del Espíritu Santo. El profeta Joel predijo, hace mucho tiempo, acerca de este acontecimiento, hablando en nombre de Dios:

“Y será en los últimos días, dice el Señor, derramaré Mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré Mi Espíritu en aquellos días. Y daré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, y fuego, y columnas de humo…” (Joel 2:28-32).

Pedro explicó, que precisamente, en un descenso como este del Espíritu Santo, Dios predestinó comenzar la obra de la salvación de los hombres. Y para gestionar ante Dios la renovadora Gracia del Espíritu Santo para los hombres, Nuestro Señor Jesucristo, el Mesías venido a ellos de Dios, soportó el escarnio y la dolorosísima muerte en la cruz. Los jerarcas hebreos, así como muchos de los reunidos aquí, no reconocieron en Él al Salvador prometido, Lo rechazaron y Lo mataron, pero Él resucitó de entre los muertos y ahora está en los Cielos, sentado a la derecha de Dios.

Corta y sencilla era esta prédica, pero por cuanto a través de los labios de Pedro hablaba el Espíritu Santo, esas palabras penetraron muy profundo dentro de los corazones de los que escuchaban. Muchos de ellos se enternecieron de corazón y comenzaron a preguntar: “¿Varones hermanos, qué haremos?” — “¡Arrepentíos! — les contestó el apóstol Pedro — y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo.” Y Dios perdonará no sólo vuestros pecados, sino que, como a nosotros, también os dará la gracia del Espíritu Santo.

Muchos de los que creyeron por la palabra de Pedro allí mismo públicamente se arrepintieron de sus pecados y se bautizaron, de tal modo que hacia la tarde de ese día la Iglesia de Cristo, de 120 creció a 3000 personas. Con este milagroso suceso, la Iglesia de Cristo comenzó a difundirse, al principio en Jerusalén, después — en Judea, y con el tiempo por todo el mundo.

De este modo, la antigua celebración de Pentecostés, desde el momento del descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles, se convirtió en “el día del nacimiento” de la Iglesia de Cristo. Ella, de acuerdo con la promesa del Mismo Salvador, permanecerá invencible en la tierra ante todas las fuerzas del hades hasta Su gloriosa Segunda venida.

Desde el día del descenso del Espíritu Consolador la celebración de Pentecostés se comenzó a llamar también fiesta de la Santísima Trinidad, porque el Espíritu Santo, que había descendido sobre los discípulos, reveló a los hombres un conocimiento mas profundo de Dios, y mas precisamente, el hecho de que Dios, siendo uno en Su esencia, tiene tres Hipostacias. Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo — es un solo Dios en tres Hipostacias.

Troparion Tono 8:

Bendito eres, Cristo Dios nuestro, que has hecho sabios a los pescadores, enviando a ellos el Espíritu Santo, y por medio de ellos has pescado a todo el mundo, Tú que amas a los hombres, gloria a Ti.

Kontaquio Tono 8:

Cuando el Altísimo descendió, confundió las lenguas, y cuando distribuyó las lenguas de fuego, llamó a todos a la unidad, por eso todos al unísono glorificamos al Espíritu Santísimo.

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