La Iglesia Ortodoxa Serbia a sus hijos espirituales en la Pascua, año 2019

 

IRINEJ

Por la gracia de Dios

Arzobispo Ortodoxo de Pec, Metropolita de Belgrado-Karlovac y Patriarca serbio, con todos los Pontífices de la Iglesia Ortodoxa Serbia,

a los sacerdotes, monjes y todos los hijos e hijas de nuestra Santa Iglesia:

gracia, misericordia y paz de Dios Padre, de nuestro Señor Jesucristo

y del Espíritu Santo,

con la alegría del saludo pascual:

 

¡Cristo Resucitó!

 

“Muerte, ¿dónde está tu poder? Hades, ¿dónde está tu victoria? ¡Cristo resucitó y ya no hay ningún muerto en la tumba! ¡Cristo resucitó y reina la vida!” (Homilía Pascual de San Juan Crisóstomo)

 

Queridos hijos espirituales,

Con los corazones llenos de gran alegría y luz, hoy celebramos la Fiesta de las fiestas, la Toda-Fiesta de la victoria de la fe y la vida sobre la muerte, la fiesta de la Resurrección de Cristo, pero también la resurrección de la naturaleza humana, la resurrección de todo ser humano.

La decadencia y la muerte, incrustadas en la naturaleza humana a través del pecado, con su certeza cruda e infatigable, confirman el final del camino histórico y la vida de todo ser humano. El ciclo biológico que comienza en el útero de la madre termina en el útero de la tierra, y la transitoriedad y la muerte parecen ser la única realidad inevitable. Sin embargo, desde el primer hombre hasta el presente, con cada palabra, pensamiento y obra, demostramos que no estamos de acuerdo con la muerte, que la muerte es una anomalía, que estamos hambrientos y sedientos de una vida sin fin, en una palabra, que somos creados y designados para la plenitud de la vida y la eternidad. Por lo tanto, vemos la muerte como un sinsentido, como nuestro mayor, y en esencia el único, último enemigo.

Por lo tanto, todos los esfuerzos humanos están dirigidos hacia un intento de encontrar un medicamento contra la muerte y la ruina. Todas las religiones del mundo, todos los esfuerzos sublimes del espíritu humano (filosofía, ciencia y arte) tienen, en última instancia, un solo objetivo: ¡ganarle a la muerte! Con este fin, a través de los siglos, la humanidad ha creado milagros sin precedentes de la técnica y la cultura material en general. El conocimiento científico se ha desarrollado hasta proporciones sin precedentes, demostrando el impulso inconmensurable de la creatividad de la sociedad; el pensamiento filosófico condujo a una extraordinaria finura y claridad y creó un gran arte, ¡pero el objetivo seguía siendo inalcanzable! La razón es simple: lo transitorio y creado no puede hacerse por sí mismo permanente y eterno.

Por eso, el Hijo Unigénito de Dios, el Amor de Dios Encarnado, vino al mundo, soportó y sobrellevó los sufrimientos en la Cruz, y así, de una vez y para siempre, ¡oh, milagro! ¡hizo de su vida nuestras vidas! Él tomó sobre sí mismo nuestra muerte como Suya, para luego, por la bendición y el amor a la humanidad del Padre celestial, levantarse triunfante de la tumba y, con Su muerte, revolucionar irreversiblemente la ley general de la muerte.

La Resurrección de Cristo, como una buena nueva y como un hecho innegable, pasó a ser el fundamento permanente y el corazón de la fe cristiana. Se ha convertido en un nuevo nacimiento del hombre para la vida eterna y una puerta que lo lleva al mundo de una realidad nueva y transfigurada, la realidad de la gloria del Reino de los Cielos. Este testimonio evidente lo atestigua las palabras del Santo Apóstol Pablo, quien dice: “… En efecto, Cristo resucitó de los muertos y se convirtió en primicia de los que murieron” (I Cor. 15, 20).

El Secreto de la Resurrección de Cristo nos revela que Dios no es de ninguna manera una noción abstracta o un “poder superior” hipotético e inaccesible que nos esclaviza y restringe por el sistema de normas morales. Es, por el contrario, la Persona perfecta que vino al mundo no solo para mejorar las condiciones de esta vida, o para ofrecernos un sistema económico y político, incluso el más perfecto, o para enseñarnos un método que logre un cierto equilibrio psicofísico. Él vino a vencer a la muerte como “al último enemigo” (I Cor. 15, 26) y para traer la vida eterna a todo el género humano. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su

Hijo Unigénito, para que nadie que en Él crea perezca, sino que cada uno tenga vida eterna” (Juan 3:16).

No es casualidad que ninguno de los evangelistas haya tratado de describir el propio acontecimiento de la Resurrección, es decir presentar lo que sucedió en el momento crucial del levantamiento del sueño de la muerte. Todos, sin excepción, hablan sólo de las consecuencias de ese acontecimiento y del testimonio de las personas acerca de una tumba vacía. El Misterio de la Resurrección permanece oculto. Lo que los testigos, discípulos y apóstoles de Cristo testificaron entonces, y luego confirmaron a través de los siglos los santos de Dios y la Iglesia, son las noticias del Señor Resucitado y su experiencia de comunión con Él. Esto significa que nadie no sólo no puede comprender ni ver, sino tampoco describir este acontecimiento portador de la salvación, el cual sobrepasa nuestras capacidades intelectuales. Estamos inmersos en la realidad de estos Misterios solo a través de la fe y la experiencia espiritual, porque la realidad de la comunión con la Resurrección no es tema de investigación de laboratorio ni una prueba racional, sino que es la participación eucarística en el común Cáliz de la Vida. Tenemos la bendita oportunidad de participar de los frutos de la Resurrección, pero no de juzgar la naturaleza de este Misterio, tal como sucede con el Misterio de la Encarnación y con todos los Misterios de la Divina edificación de nuestra salvación.

Este Misterio de los misterios nos lo reveló el mismo Señor, cuando Él y sus discípulos se dirigían a la aldea de Emaús: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en Su gloria?” (Lucas 24, 25-26). Se les reveló completamente en su condición de resucitado y transfigurado, sólo cuando tomó pan durante la cena y lo bendijo, y luego lo distribuyó. Entonces se les abrieron a ellos los ojos espirituales y lo reconocieron como el Señor Resucitado. La alegre realidad de la Resurrección no puede ser alcanzada por la razón humana. Sólo con los ojos de la fe, y en ningún otro lugar que no sea en la Divina Liturgia, es que podemos reconocer a Cristo Salvador Resucitado y Glorificado. El acontecimiento de la Resurrección se experimenta en la comunidad litúrgica con otros, es decir, en la Iglesia de Cristo. En consecuencia, la Resurrección no sólo se relaciona con el individuo sino con toda la comunidad, con el Pueblo de Dios en general. Por don de Dios, este es un acontecimiento universal de la Iglesia. Todas las naciones y pueblos en la tierra, todos los seres humanos, están llamados a experimentar su sagrada Pascua a través del acontecimiento de la Resurrección de Cristo.

Por Su Cruz y Resurrección, Cristo finalmente ha aniquilado la enemistad, y la humanidad se ha unido en un Cuerpo y una Nación. Por lo tanto, la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica es la Iglesia de la reconciliación de todos y de todo. Es por eso que todos nosotros, pacificados, colmados de una vida nueva y verdadera, nos hemos convertido en “conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2: 19).

Desafortunadamente, a pesar de la alegría celeste-terrenal de la Pascua, continuamos enfrentándonos a una multitud de tentaciones y problemas, con el terrorismo, las guerras y el sometimiento de vidas humanas en toda la esfera terrenal. El llanto y la agonía de las víctimas, que nos alcanzan a máxima velocidad a través de los medios modernos de comunicación, dañan nuestros corazones. Variadas e innumerables decepciones, tristezas y descontentos ocupan nuestras almas. En todas partes a nuestro alrededor hay injusticia y odio, pero la verdad se la relativiza. A personas de vida virtuosa se las calumnia y persigue. Esto tiene lugar no solo a nivel personal y local, sino también a escala global. Somos testigos de que hoy, en todo el mundo, los valores cristianos elementales se los menoscaban a un segundo plano, y a la humanidad en un lugar se le propone, y en otro se le impone sistemas de valores que no solamente son ajenos al cristianismo, sino que hasta son totalmente opuestos a él.

En un mundo tan desviado, nosotros los cristianos ortodoxos estamos llamados a testificar con nuestro ejemplo, a los cercanos y a los que están lejos, la victoria de la vida sobre la muerte y del sentido sobre el sinsentido. La Iglesia no debe vivir sólo para sí misma como una comunidad religiosa cerrada, preocupada solo por cuestiones de devoción personal. Ella está obligada a ser, por medio de la alegría y la experiencia de la Resurrección, hacedora de paz y reconciliación, de amor y solidaridad en la toda-preciada humanidad.

Preguntémonos: ¿cuál es nuestra fe? ¿Creemos realmente que Cristo resucitó de entre los muertos? ¿Este acontecimiento tiene efectos salvíficos cruciales en nosotros y en nuestras vidas? En la respuesta a esta simple pregunta, se encuentran las respuestas a todos nuestros problemas, temores e inseguridades, a todas nuestras tentaciones, dilemas existenciales, conflictos psicológicos, morales, sociales, nacionales y todos los demás desafíos, personales y globales. “Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo ” (Romanos 10: 9).

En un año en el que celebramos el gran jubileo de nuestra Iglesia, los ocho siglos de su Autocefalía, oramos por todo nuestro piadoso pueblo, los que viven en la patria y en la diáspora, para que se regocije en la Resurrección de Cristo y que en amor y unión conserve la unidad de su Santa Iglesia; que nunca sus propios intereses personales o terrenales se ubiquen por encima del interés de la Iglesia de Cristo, ni tampoco sobre el bien humano universal.

Con fervor especial hoy rezamos al Resucitado Cristo Dios para que, por la intercesión de San Sava, el Santo Zar Lazar y todos los santos de nuestra nación, restaure la paz y la libertad en nuestro crucificado Kosovo y Metohija, que es nuestra cuna espiritual y nuestra Jerusalén, y es donde se encuentran los más grandes santuarios serbios, perlas de la espiritualidad ortodoxa, de la cultura serbia y de la herencia espiritual cristiana y mundial en general.

Dios como eterno Amor, con Sus brazos extendidos en la Cruz, ha abrazado a todas las personas y toda la creación, y se ha asentado en nosotros lleno de gracia y de verdad. Por lo tanto, nosotros, imitándolo, ¡abracémonos los unos a los otros con

este Divino amor proveniente de la Cruz y la Resurrección! ¡Abracemos con amor no sólo a aquellos que nos aman, sino también a nuestros enemigos! Perdonemos a ellos, porque nuestro Señor ha perdonado nuestros pecados en la Cruz, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). “Si no existieran las palabras: ¡Perdóname! Y ¡te perdono! la vida humana sería completamente imposible de sobrellevar”, dijo el Crisóstomo serbio, el santo obispo Nikolaj. Así que perdonémonos los unos a los otros! ¡Reconciliémonos el uno con el otro! ¡Abracémonos unos con otros y recorramos el camino sagrado del amor divino! ¡Testifiquemos al Amor y vivamos en él!

Expresando con una sola boca y un solo corazón esta verdad, todos nosotros, cristianos ortodoxos en todo el mundo, hoy exclamamos: “Hoy es el día de la Resurrección, nos iluminamos con gloria, nos abrazamos y decimos: “¡Hermanos! hasta a los que nos odian. Perdonamos todo por la Resurrección y cantamos: Cristo resucitó de entre los muertos, venció con su muerte a la muerte, y otorgó la vida a los que estaban en los sepulcros”.

¡Cristo Resucitó!

¡En Verdad Resucitó!

 

Dado en el Patriarcado Serbio en Belgrado, en la Pascua del año 2019

Por vuestros orantes ante Cristo Resucitado:

ARZOBISPO DE PEC

METROPOLITA DE BELGRADO-KARLOVAC

Y PATRIARCA SERBIO IRINEJ

Junto con los Metropolitas y obispos de la Iglesia Ortodoxa Serbia

Publicación de la Diócesis de Buenos Aires, Sur y Centro América

Iglesia Ortodoxa del Patriarcado Serbio

 

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