La fe verdadera es la que te lleva a la acción

Metropolitano Andrés Andreicut

 

Creer verdaderamente no consiste sólo en declararte cristiano, sino en tener el coraje de poner tu vida en las manos de Cristo y vivir de acuerdo a Su Evangelio.

 

 

Los ateos verdaderamente convencidos son los menos. Muchas veces, aquellos que se declaran indrédulos, de hecho se obligan a sí mismos a creer que no existe Dios, para poder vivir como les apetezca y sin ningún filtro moral.

Desafortunadamente, tampoco hay muchos cristianos convencidos. En nuestro país, la gran mayoría de habitantes se declara creyente. Se trata, sin embargo, de una fe tibia, una que no impele a la acción. De hecho, en determinado momento hasta los apóstoles le pidieron a nuestro Señor Jesucristo: “Auméntanos la fe.” Y el Señor dijo: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este árbol: ‘Arráncate y plántate en el mar’, y os habría obedecido.” (Lucas 17, 5-6).

¿Qué es lo que nos lleva a la acción? Una fe fuerte y activa, no una teórica. Una fe débil te hace vivir como si no Dios no existiera.

Una fe verdadera, si tienes un juicio sano, te determina a vivir de acuerdo a tus convicciones. Si eres cristiano, te anima a dedicarle tu vida a Cristo. Ella te dice que Cristo es Dios verdadero. Su existencia es tan cierta como la tuya. Él está contigo aún en este momento, cuando lees estas palabras. Él desea que te hagas uno con Él, y que el propósito de tu vida sea servir a Su causa. De hecho, no puedes ser un cristiano verdadero sino en la medida en que le entregues tu vida.

Podría suceder que vivamos con la impresión que tal es la realidad de las cosas. Sin embargo, hay que verificarlo antes. Veamos un ejemplo. El siglo pasado hubo un equilibrista muy famoso, llamado Charles Blondin. Él fue quien tendió una cuerda sobre las cataratas del Niágara, para después, ante miles de personas, pasar de la orilla canadiense a la de los Estados Unidos. Cuando llegó, la multitud empezó a clamar: “¡Blondin! ¡Blondin! ¡Blondin!”.

Victorioso, levantó sus brazos y preguntó a la muchedumbre: “¿Creen en mí?”. Y la gente le respondió al unísono: “¡Creemos! ¡Creemos! ¡Creemos!”. Cuando se hizo nuevamente el silencio, Blondin preguntó: “Voy a regresar a la otra orilla, pero esta vez quiero llevarme a alguno de los asistentes sobre mi espalda. ¿Creen que puedo lograrlo?”. Y todos gritaron: “¡Creemos! ¡Creemos!” Cuando preguntó de nuevo: “¿Quién quiere venir conmigo?” se hizo un silencio sepulcral. Nadie se atrevía a decir nada. Finalmente, de entre la gente salió un hombre. Se subió a los hombros del equilibrista y durante las siguientes tres horas y media atravesaron juntos las cataratas, hasta llegar a la orilla canadiense. Uno de diez mil.

La moraleja queda clara. Diez mil hombres había en aquel lugar, gritando juntos: “¡Creemos! ¡Creemos! ¡Creemos!”. Pero sólo uno de ellos tuvo una fe verdadera. Creer verdaderamente no consiste sólo en declararte cristiano, sino en tener el coraje de poner tu vida en las manos de Cristo y vivir de acuerdo a Su Evangelio.

La fe verdadera te lleva a la acción, te hace empezar el camino a la pureza y preocuparte de tu vida espiritual. Esa clase de fe es de lo que hablamos aquí.

 

Fuente: doxologia.org

 

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